El desafío ambiental en comercio exterior
La atípica crisis desatada en el mundo entero torna ineludible esbozar un comentario preliminar aun a sabiendas de la escasa información disponible, de la singularidad de este fenómeno y de sus impredecibles consecuencias.
Introducción. Contexto
Las diversas y cambiantes instancias de la “guerra comercial” entre China y Estados Unidos mantuvieron en vilo al sistema multilateral de comercio durante los últimos trimestres, dando lugar a medidas de protección de ambas partes. Más recientemente, la guerra por el petróleo enfrentó a Rusia y Arabia Saudita y se vio materializada en una baja sin precedentes en el precio del petróleo. Esos ruidos que parecen tan lejanos en lo geográfico, podrían dejar en offside las inversiones en Vaca Muerta, transformando el potencial hidrocarburífero de esa zona en stranded assets locales.
Menos de un año atrás, la Unión Europea y el Mercosur finalizaban las arduas negociaciones que se extendieron durante dos décadas, y que generó debates de diversos tipos, fundamentalmente en lo referido a los pros y cons así como también respecto de la real entrada en vigencia del ambicioso acuerdo birregional.
Las impredecibles consecuencias finales del COVID-19 nos encuentra inmersos en una de las mayores incertidumbres de la historia que, además de las irrecuperables pérdidas humanas, dejará un mundo peor en lo económico, que seguramente llevará un largo tiempo de recuperación. Así como la mayoría de los países (con mayor o menor celeridad), han optado por cerrar el ingreso de personas provenientes de otros países, como un modo de limitar la llegada del coronavirus, otra de las posibles consecuencias es un mayor cierre de ciertas fronteras comerciales, al menos de manera preventiva. Por otro lado, así como los epidemiólogos no tienen todas las respuestas para frenar esta guerra invisible, los modelos económicos en general no contemplan las pérdidas que podría generar una guerra de ese tipo, ni disponen de una receta para el día después. Existen debates acerca de si se trata de otro cisne negro, a la vez que comparaciones con crisis anteriores resultan inevitables.
Las tres últimas grandes crisis globales tuvieron efectos graves para la economía en su conjunto. Tanto la crisis de monedas en mercados emergentes de finales de los 90, como la explosión de la burbuja dot-com y el atentado a los Torres Gemelas de principios de los 2000, perjudicaron la economía global. Sin embargo, ninguno de ellos fue lo suficientemente grave como para que el crecimiento del PIB mundial fuera negativo: en todo caso, en esos años el crecimiento fue menor. Diferente fue el caso de la crisis de 2008-2009, originada en las hipotecas malas en Estados Unidos que luego se expandió a numerosos países. Esto último se dio en el marco de un mundo que tenía las siguientes características: Estados Unidos venía de una época de altísimo empleo, actividad y niveles de liquidez inusitados que mantenía la tasa de interés muy por debajo de sus valores históricos. Por otro lado, por esos años el nivel de globalización en general, pero de las finanzas en particular, ya era muy elevado, razón por la cual inversores de cualquier latitud podían adquirir asset backed securities originados en EE.UU., incluyendo aquéllos que luego dieron origen a la crisis, con tasas de rendimiento y ratings muy apetecibles. Por último, los complejos productos financieros estructurados que, si bien eran entendidos por los assets managers, no era el caso de miles de inversores individuales, jugaron en papel tristemente estelar. En este caso, hablamos específicamente de vehículos especiales cuyo repago dependía de las hipotecas que formaban parte de su activo. A diferencia de las crisis mencionadas anteriormente, la crisis sub-prime ocasionó una caída del 2% en el producto global. Salvando las diferencias, a los efectos de explorar posibles consecuencias de la pandemia global, puede resultar relevante considerar que la crisis que explotó con la caída de Lehman Brothers, tuvo como una de sus consecuencias, un mayor nivel de control a través de nuevas regulaciones que intentaron corregir cierto nivel de libertinaje, todo esto vinculado fundamentalmente al sector financiero. Lo mencionado no se limitó a los países más desarrollados en los cuales la crisis tuvo mayor fuerza, sino que también tuvo repercusiones en la mayoría de los países denominados emergentes.
La actualidad revela que todas las proyecciones acerca de las tendencias esperadas para 2020 han quedado totalmente fuera de lugar. La UNCTAD había previsto un flujo estable de Inversión Extranjera Directa (IED) para el bienio 2020-2021, con un posible incremento del orden del 5%. Con la información existente a principios de marzo de 2020, esa organización no sólo estimó una caída con un mínimo de 5% y un máximo del 15%, sino que las IED globales podrían descender hasta los mínimos desde la crisis sub-prime. Asimismo, señaló que los sectores potencialmente más perjudicados serían el automotriz, aeronáutico y energético. Un escenario pesimista respecto de la expansión del coronavirus, prevé USD2 trillions (americanos). En el hipotético caso en que lo peor sea finalmente evitado, la caída sería cercana a USD 1 trillion.
Rol de las empresas y los consumidores
Estando inmersas en el poco claro ámbito descripto, las empresas deberán continuar con sus actividades, en un mundo cada vez más incierto, adaptándose a la cambiante realidad. Esa realidad motivó que compañías de muchos países, de manera creciente, y en algunos casos desde hace bastante tiempo, sumaran la cuestión ambiental como uno de sus drivers Aquellas compañías que supieron interpretar los cambios de la demanda, y que focalizaron en los mercados externos, descubrieron que la sostenibilidad y la trazabilidad de sus productos, representaban un modo de acceder o de permanecer, según el caso, a un número de mercados cada vez más exigentes que demanda una muestra concreta de que esa sostenibilidad sea genuina, y que no se trate de greenwashing.
Por el lado de los consumidores, el interés en productos que respeten criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ESG por sus siglas en inglés), se ve reflejado en encuestas realizadas en 60 países (incluyendo Argentina). Éstas revelan que, a nivel global, la preferencia de los consumidores individuales por adquirir productos de empresas socialmente responsables creció 42% en tan solo 4 años. Una encuesta realizada por Vida Silvestre y Poliarquia, muestra la predilección del 85% de los consultados por comprar productos sostenibles aun siendo más caros que productos tradicionales comparables. Si bien podría tratarse de una respuesta políticamente correcta, representa un dato contundente e insoslayable.
Certificaciones versus greenwashing. El sector financiero
Ante la diversidad de interpretaciones respecto de las condiciones para que un producto sea sostenible, surge una serie de interrogantes a partir del diálogo con los empresarios no habituados a estas demandas: ¿cómo demostrar que mi producto es sostenible?; ¿qué implica ser sostenible en un sector determinado? ¿quién lo determina, de modo que sea confiable para el importador? ¿existe diferencia entre ser sostenible en un país que en otro? El nivel de confianza de empresarios y consumidores resulta crítico.
Parte de la respuesta a esos interrogantes está dada por ciertas certificaciones de sostenibilidad. Muchas de ellas existen para commodities, y surgen de largos procesos multi-stakeholders que incluyen la participación de diversos actores de la cadena de producción y también de comercialización: productores, distribuidores, proveedores, retailers, entidades financieras, organizaciones de la sociedad civil, entre otros. Esas certificaciones conforman estándares que no sólo verifican criterios ambientales en función del protocolo acordado por las partes, sino también sociales. La certificación más conocida en nuestro país es FSC (Forest Stewardship Council). Vinculada con productos de base forestal, en la vida diaria puede encontrarse en resmas de papel y en ciertos envases de jugos y lácteos, entre otros. A nivel global, por ejemplo, el 50% del papel y pulpa reciclados cuenta con esta certificación. MSC (Marine Stewardship Council), por su lado, es el esquema de certificación para pesquerías. La mitad de la producción global de pescado blanco, principal producto de exportación del rubro de Argentina, cuenta con la certificación MSC. Otro commodity como la soja también tiene esquemas de certificación. RTRS[1], cuya sede se encuentra en Buenos Aires, focaliza en su producción. Así como éstos, existen otros esquemas con mayor o menor importancia relativa en función de las matrices productivas de los diferentes países. La carne vacuna cuenta a nivel global con GRSB (Global Roundtable for Sustainable Beef), y con capítulos regionales en algunos países. Actualmente, Vida Silvestre junto a un grupo de entidades, se encuentra trabajando en un capítulo local.
En el mundo encontramos empresas que actúan en base a las tendencias de mercado ya mencionadas. Hacia fines de la década de los 90, tanto Ikea como Home Depot habían declarado su preferencia por productos madereros certificados FSC. Mc Donald’s, cuyo McFish cuenta con certificación MSC en Brasil, constituye otro ejemplo.
Los resultados de las encuestas a bancos realizadas en Argentina en 2014 y 2017 muestran un acotado conocimiento de las certificaciones de sostenibilidad, pero una evolución positiva en un periodo de tres años, al mismo tiempo que revelan un gran interés del sector en adquirir mayor conocimiento en la temática. Una certificación reconocida puede ser un elemento relevante a ponderar por parte de las entidades financieras a la hora de verificar el uso de los fondos de líneas o bonos verdes. Según la encuesta realizada por Vida Silvestre y BID Invest, sólo 1 de cada 4 bancos ha desarrollado líneas de crédito orientadas a la sustentabilidad en algún momento, constituyendo un ámbito para crecer de la mano de la financiación de proyectos de triple impacto.
Un futuro incierto
El mensaje del planeta y de sus defensores parece haber sido escuchado también por el sector empresarial, sector que no podrá transformarse de un año para otro. Esa transición hacia una economía baja en carbono deberá contar, además de reglas claras y adecuados incentivos, con el apoyo del sector financiero. Así lo han reclamado los países emergentes a través de sus contribuciones condicionales en el marco del Acuerdo de Paris. A nivel internacional, las iniciativas vinculadas con las finanzas sostenibles se desarrollan desde hace décadas, siendo los Bonos Verdes su instrumento insignia. A nivel local, un paso importante fue dado cuando 18 bancos firmaron el Protocolo de Finanzas Sostenibles de Argentina que lanzamos en julio de 2019. Este hito representa un gran paso de un largo camino por recorrer.
Resulta crítico comprender que las adaptaciones que deben implementar las empresas, requerirán necesariamente un periodo de maduración, y esquemas de financiación acordes. Muchas veces soslayado, es oportuno destacar que uno de los objetivos del acuerdo firmado en la capital francesa consiste en incrementar fuertemente los flujos financieros para alcanzar un desarrollo compatible con la situación del planeta en materia ambiental. Esas inversiones demandarán una presencia activa del sector financiero, en el cual los organismos multilaterales de crédito y las llamadas blended finance jugarán un papel decisivo.
El desafío global sin precedentes encarnado por el coronavirus, puede conducir al mundo hacia mayores niveles de proteccionismo comercial, posiblemente a través de mayores requisitos de ingreso a ciertos mercados. Cada país o región deberá adaptarse a nuevas reglas de juego. Considerando que alrededor de dos tercios de las exportaciones argentinas son alimentos, “intangibles” como la seguridad, la sanidad, la trazabilidad y esquemas de estándares como los descriptos, pueden resultar críticos para esta nueva etapa.
[1] Round Table on Responsible Soy
Por Lic. Pablo Cortínez
Economista
Director del Programa en Bonos Verdes y Finanzas Sostenibles. UCEMA
Fuente: www.NetNews.com.ar
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