El ideal de soberanía y nuestra relación con el mundo
Por Guillermo Luis Covernton, Dr. En Economía, (ESEADE). Magíster en Economía y Administración, (ESEADE).
La concepción del ámbito de autonomía de los gobernantes actúa como un lastre que impide el crecimiento y afecta fuertemente nuestra credibilidad como nación moderna.
La historia de la Argentina es muy rica en términos de su lucha por la libertad y por sus intentos de establecer un sistema jurídico que le permita expresar la autonomía de la voluntad de sus ciudadanos.
Pero si bien, en este primer aspecto, en su lucha por la libertad, ha podido exhibir éxitos notables y ha conquistado un lugar merecido en el consenso de las naciones, no se puede decir lo mismo de su accionar político e institucional, tendiente a establecer bases sólidas para que la autonomía de la voluntad de sus ciudadanos y sus intereses últimos se expresen y puedan ser defendidos eficazmente. En estos momentos de gran virulencia electoralista es muy frecuente ver que la discusión cotidiana se enfoca en lo que debería hacer el presidente Macri. Para luego pasar a intentar delimitar lo que podría hacer el gobernante actual. Y para, luego, pasar a discutir qué es lo que apenas lograría cambiar un eventual gobierno alternativo de los candidatos Fernandez - Fernandez.
Y el problema sobre el que queremos reflexionar es que no parece que se alcance a ver que lo que está en juego no es el ejercicio de la autonomía de la voluntad de un gobernante, o de un equipo de gobierno alternativo. Sino que, en esencia lo que estamos discutiendo es la posibilidad de poder asumir un lugar en el consenso de las naciones que nos convierta en un país previsible, con objetivos claros, con políticas de largo plazo, creíbles, posibles y en las cuales exista un compromiso de sustentabilidad en el tiempo.
La concepción de Sarmiento de que la soberanía, lejos de residir en el gobernante, debe residir en el ciudadano, nos hace reflexionar sobre la necesidad de un accionar político en el que sean nuestros conciudadanos los que construyan, determinen y diseñen, con su accionar cívico, las líneas de política a implementar desde el gobierno. (1)
Debemos abandonar cuanto antes esta idea tan generalizada y mesiánica de que el camino para salir del pantano en que se encuentra hoy la Argentina, va a ser delineado por la mente preclara de un líder con capacidad innata de estadista, que tomará todas las decisiones acertadas que sean necesarias. Mientras el resto de los gobernados lo mira perplejo desde una tribuna. Especialmente, porque no estamos buscando líderes nuevos y que surgen de un consenso, entre quienes no han tenido actuación política en los últimos años. Sino que se pretende intentar alternativas diferentes, con los mismos protagonistas.
Pero, además, porque esto es una quimera. Un capricho adolescente. Una falta total de realismo político. Porque el problema no es Macri. Ni son Fernández y Fernández. Ni lo es el Fondo Monetario Internacional. Ni la política expansiva de China en Sudamérica. El problema es que, para que un gobernante pueda tomar las decisiones que las distintas facciones en pugna pretenden que asuma, haría falta renunciar a nuestras instituciones democráticas, a nuestros principios individuales y dinamitar todos los derechos individuales consagrados por nuestra carta magna. Lo cual es un inaceptable salto al vacío.
El único camino verdadero es sencillamente, resignarnos a aceptar que deberemos convertirnos en un país normal. En donde los contratos se respeten, la propiedad sea inviolable, las confiscaciones estén al margen del derecho argentino y la más absoluta libertad de comercio, asociación e inversión sea el verdadero motor del crecimiento.
El problema no es el precio del dólar. Claramente, no es mantener un tipo de cambio estable. Ni el alto nivel de las tasas de interés. Ni las “dificultades” que plantean las autoridades económicas para mantener los flujos de comercio exterior. Ni la escasez de capital para desarrollar las espectaculares posibilidades de crecimiento que tienen nuestras exportaciones.
El problema es que los desequilibrios que impone a la actividad privada la irresponsabilidad fiscal de los sucesivos gobiernos, desde los últimos 80 años, como mínimo, derivan en una emisión desmesurada de dinero, en primera instancia y luego de deuda pública, al agotarse esta primera posibilidad. Esto devalúa nuestra moneda y confisca los ahorros del público. Dispara a niveles exorbitantes las tasas de interés. Absorbe en su totalidad la masa de fondos prestables, que al ir a financiar al estado asfixia a la actividad privada. Que pierde competitividad internacional al no poder bajar costos al ritmo de los países competidores, ya que no iguala las tasas de inversión, ni mucho menos las tasas de capitalización para tener eficiencia productiva y economías de escala. Esto impide que la producción de bienes y servicios crezca como el crecimiento vegetativo de nuestra población lo requiere. Y una baja productividad deriva en salarios reales estancados desde hace décadas. Asimismo, tasas de interés deliberadamente intervenidas por el gobierno, que más que reflejar la preferencia temporal de los ahorristas, apenas intentan anticipar expectativas inflacionarias, hacen imposible el cálculo económico de calidad que permitiría diseñar e implementar proyectos de inversión complejos, que demandan mucho tiempo, pero que son precisamente los que incrementan la productividad y las economías de escala.
Todas estas calamidades nos impiden comprometernos en políticas de crecimiento sostenido de nuestras exportaciones, que nos permitirían desarrollar los mercados externos que resultan imprescindibles para explotar nuestras ventajas competitivas.
Lejos de eso, la inestabilidad de nuestros flujos de comercio exterior hace imposible mantener un mercado cambiario que refleje las tendencias del comercio con el mundo y que, al mantenerse estable, nos permita encarar las necesarias inversiones que movilicen el crecimiento.
Gobiernos acorralados, que pretendan solucionar estos problemas, que como hemos descripto son estructurales, mediante controles cambiarios, reglamentación que traben nuestra vinculación comercial con el mundo y asimismo pretendan seguir manteniendo ficticiamente la cotización de una moneda doméstica devaluada, solo aceleraran el camino de la decadencia.
Y como hemos descripto al inicio, se llevarán por delante a todo nuestro sistema institucional, violentando las garantías constitucionales, lo cual alterará el funcionamiento de las instituciones republicanas y solo puede mantenerse sin solucionar los problemas de fondo, si se llega al apocalipsis de derribar el sistema democrático, como ya hemos visto que se ha hecho en otros países de la región. Sumiendo a los ciudadanos en una larga noche, atados al yugo de la tiranía.
Por todo esto, urge que los dirigentes asuman una realidad que no implica aceptar una pérdida de la soberanía. Sino, por el contrario, reconocer que no son más que meros administradores de las decisiones y de la voluntad de los ciudadanos. Que son los verdaderos soberanos. Y que, en el ejercicio de esos actos de administración, deben velar por las instituciones y por el mantenimiento de las reglas de juego que hacen a la convivencia civilizada, en las naciones modernas y libres.
(1) DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO (1811–1888) Por Héctor Félix Bravo. Recuperado el 26/9/19 de http://www.ibe.unesco.org/sites/default/files/sarmientos.PDF
Fuente: www.NetNews.com.ar
COMENTARIO
0 comentarios
IMPORTANTE: Los comentarios publicados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellas pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Aquel usuario que incluya en sus mensajes algun comentario violatorio del reglamento será eliminado e inhabilitado para volver a comentar.